Fin de semana, ocasión perfecta para sacarse el pijama de Garfield que tenemos tatuado y dejar el balde de pollo bañado en chocolate de lado. Este finde no nos quedamos a mirar por enésima vez esa película donde todo es triste pero al final todos los personajes son felices con la última persona que se esperaban, aunque el guión era tan obvio que casi lo podemos recitar.
Nos sacamos el polvo, nos ponemos taco alto, plumas de colores y salimos al aire nocturno que huele a mezcla de magia y desesperación, dependiendo del perfume que esté usando el alma de cada uno.
Cerveza va, trago viene, tequila, dibujar números (reales o ficticios) en brazos de gente rara, abollar un capot con la fuerza de nuestra libertad (esto no fue un acto delictivo. Fue un acto delicioso) y en algún momento la máquina dice "no ingerir más".
En ese preciso momento pensamos que tendríamos que haber comido más para poder absorber todo eso. Y se prende la lamparita.
La vida no te prepara para nada, no hay reclamo que valga. Lo que podemos hacer es ingerir todas las proteínas y carbohidratos posibles para que no nos caiga tan mal ese veneno. ¿Cómo pude olvidarme de algo tan obvio? Por que algunos tragos son muy ricos, y nos tentamos. Los vemos tan inocentes, con sus colores y hielo flotando que pensamos que no nos puede hacer mal. ¡Qué ilusos!
Todo nos puede hacer mal, pero está en nosotros delimitar la línea de lo que podemos aguantar y lo que no. Y que sea con brea, nada de garabatear con tiza: un poco de agua y se borra ¡Y cómo nos gusta jugar con la lluvia!
Si no queremos otro domingo abrazados a nuestro íntimo amigo el retrete, hay que preparar de manera apropiada el estómago para recibir la bomba, o el juguito, pero no sabemos qué nos va a tocar así que mejor estar con la pizza a mano.
Sabemos que el cuerpo tarda un tiempo en recobrar su balance químico normal después de emborracharse, lo mismo pasa con esas relaciones horribles.
Hagámonos un favor: llevemos siempre un sánguche de bondiola en la cartera. La vida está llena de sorpresas.
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