Cuando era chica y se
acercaban las fiestas, me encantaba salir a pasear y mirar las vidrieras de los
negocios decoradas con regalos preciosamente envueltos, e imaginar qué podían
tener adentro. Las posibilidades eran ilimitadas en mi cabeza – penosamente limitadas
en mi bolsillo. ¿Una muñeca? ¿Un rompecabezas de ochocientas millones de
piezas? ¿Un metabolismo que me mantenga flaca para siempre? La idea era
sumamente poética en esa época, pero no tan virtuosa en mi vida adulta cuando
apliqué la misma fórmula con mis parejas.