jueves, 22 de mayo de 2014

De espejos y celulitis


El tiempo es sabio. Mi mamá ha sostenido ese pedazo de conocimiento desde que tengo memoria, y nunca le quise creer. Claro, ningún adolescente va a creerle a sus padres que ellos saben más, ya que esa edad está caracterizada por los sentimientos  de inmortalidad, invencibilidad e impermeabilidad ante la fertilización (y qué mal que nos salen todas). Pero a medida que uno se va poniendo grande y va ganando experiencia, empieza a aceptar de a poco esas perlitas contra las que tanto luchábamos en la juventud.
Viendo para atrás, ahora que las canas no me dejan mentir (pero la tintura me hace la gamba) me doy cuenta de que llevé toda la vida la misma filosofía con respecto al amor, sin siquiera plantearme el porqué de mis creencias. Es casi imposible que uno se de cuenta de su propia patología, pero muy fácil ver y juzgar la de los demás. Por ejemplo, he visto gente seguir filosofías del amor egoístas, inconvenientes para sí mismos e incluso destructivas. Síganme por aquí por favor para ver unos cuantos ejemplos.
He aquí una filosofía altruista del amor: ¿Quién no salió alguna vez con ese tipo errante que mientras nos amaba iba por la vida amando a toda la que se le cruzaba? ¿Y por qué lo juzgamos tanto? Pobre hombre, era todo un solidario. Como María Teresa de Calcuta no podía ver una boca sin alimentar, este cristiano no podía ver un agujero sin llenar, que es casi lo mismo, ¿no? Paren la crucifixión, a ese santo hay que canonizarlo.
Si vemos ahora a nuestra izquierda, tenemos al adepto de la filosofía más ortodoxa del amor: Ese que te ama desde lo más profundo de su ser, sigue tus pasos a donde sea que vayas y cada tanto te hace una ofrenda atrás de un arbusto mientras te admira con sus binoculares de visión nocturna.  Ese amor tan incondicional que sobrevive las distancias, las órdenes judiciales y una que otra patada al escroto. Lo tratamos tan mal y con tanto miedo cuando lo único que quiere es admirarnos, y conseguir un mechón de pelo o, en preferencia, unos metros de nuestra piel para su altar casero.
Tenemos por aquí colgada en su jaula a la más complaciente: La virgen, la más sacrificada de todas, la inmaculada. La mujer que contra viento y marea concede todos los caprichos de su amado en pos de su felicidad. No importa lo que sea, si lo que quiere está en la punta del Monte Everest en la tráquea de un dragón con gastroenteritis, entonces ahí nos vamos a dirigir, y sin esperar nada a cambio. ¿Querés un juego de billar de oro maciso? Yo te lo consigo. ¿Querés salir a un cabaret el día de nuestro aniversario? Por supuesto, mi amor. ¿Querés trapear el piso con una mopa hecha con mi pelo y mi vestido de novia? Ya mismo me rapo.
Y en este punto del recorrido por el museo de las desdichas es donde no entendí nada. "Señora, lo que estoy viendo acá no es una jaula, no es una virgen y no es una infelíz. Es un espejo. ¿Qué clase de estafa es esta?" Y ese pensamiento quedó flotando en la nebulosa de la negación hasta que los años me dijeron "bueno, acá se terminó lo que se daba. O me revertís esta situación o te doy celulitis". Señoras y señores, no sé ustedes pero me parece que es más fácil enfrentar los hechos que hacer dieta. Lloraré un rato abrazada al pote de helado mirando fijamente mis glúteos, pero esto lo resuelvo o lo resuelvo. Si me quieren acompañar, son siempre más que bienvenidos.

Gracias por acompañar, sigan participando. ¡Salud!


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