martes, 16 de julio de 2013

De regaderas y taxis


Si algo nos enseñó la industria cinematográfica de los años '90 es que si un vecino se muda o alguien nuevo se instala en nuestro barrio es por que está huyendo de un desamor, o de un homicidio (opciones no necesariamente excluyentes). El final es siempre el mismo: aunque el ex vuelva hecho una regadera de lágrimas y arrepentimiento, el protagonista ya rehízo su vida con un nuevo amor. Desgraciadamente los guiones de nuestras vidas no están tan magistralmente trazados; lo más común es que uno se siente en el piso de su casa nueva sin poder deshacer las cajas de embalaje mientras el ex, totalmente ajeno al sufrimiento paralizante de uno, riega las plantas con agua 100% libre de culpa. Y por cómo está la economía, "la casa nueva" puede traducirse a "la casa de mis padres".

Uno sigue los artísticos pasos aconsejados por los mejores directores de bajo presupuesto e inmediatamente emprende la circular huida del dolor. "Circular" por que es imposible huir de algo que está adjunto a uno sin parecer un perro que persigue su propia cola. Queremos cambiar radicalmente nuestras vidas, pero por las razones incorrectas y con resultados poco satisfactorios; en vez de hacerlo por crecimiento y amor propio lo hacemos para escapar: nos hacemos un moderno corte de pelo (que nos termina quedando modernísimamente mal), nos afiliamos a un gimnasio (de cuyas instalaciones solo utilizamos el baño y la cafetería) y adoptamos un nuevo hobby.
Cuando huimos las distracciones resultan obsoletas, y como tejer no nos sale, la porcelana en frío nos deja las manos secas, y corte y confección fue más corte en los dedos que confección del alma, decidimos buscar algo más extremo, algo que grite más fuerte que el dolor. Es ahí, en el borde del precipicio a punto de saltar en ala delta o hacer bungee jumping que finalmente comprendemos que no hay suficientes metros entre el cielo y la tierra que nos vayan a alejar del dolor. Estemos donde estemos, ese desgraciado sádico nos sigue, por que no es un accesorio que se pueda sustraer y tirar como una zapatilla con olor a pata, sino más bien como un taxista: va a hablar todo el viaje de cualquier tema hasta que uno le conteste. Lo más sano que se puede hacer es enfrentarlo, prestarle atención, trabajarlo hasta que ya no quede más que decir y entonces se va a callar. Así, cuando el viaje termine (dure lo que dure), nos bajamos del taxi más livianos. Y no, nadie sabe cuánto puede durar por que depende de a dónde queremos ir y cuánto tenemos para charlar, pero si se tienen ganas de llegar, entonces se llega cueste lo que cueste.

Recuerde devolverle la charla al pobre taxista, quizás le esté pasando lo mismo que a uno. Gracias por viajar con nosotros, para ustedes no hay tarifa y siempre estamos libres.


2 comentarios:

  1. Princess Consuela BanannaHammock16 de julio de 2013, 11:38 p.m.

    La cagada es cuando te bajas del taxi, y de la nada aparece el tachero de atrás de un árbol y salta con cualquier pelotudes. ODIO A LOS TAXISTAS (?)

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    1. Ese es un tachero dedicado. No lo desprecies. Pero mantené preparado el gas pimienta en el bolsillo.

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